Además de legarle al mundo parte de las obras más bellas, el artista florentino dejó historias de su vida cotidiana, humor y perspicacia
Cada vez que alguien quiere contar la historia de alguna innovación, casi seguramente encuentra entre sus escritos y dibujos las conocidas ametralladoras, aviones, fortificaciones, helicópteros, etc., que soñó el célebre Leonardo da Vinci, nacido en Florencia en 1452, y que al morir a los 64 años, anciano para aquella época, dejó parte de las obras más bellas que aún hoy provocan el asombro del mundo entero.
Lo que se conoce muy poco es el oficio con el que, en ocasiones se ganó la vida, y del que era un apasionado: el de cocinero.
El 1981, en el archivo de la ex familia imperial rusa, conservado en el museo Hermitage de San Petesburgo (entonces Leningrado), aparecieron unas libretas con sus apuntes de cocina. Hay discusiones sobre cómo fueron a parar allí, aunque se presume que fueron con algunas pinturas del maestro.
Shelag y Jonathan Routh, dos especialistas ingleses en la vida y obra de Leonardo, difundieron el ahora llamado Códice Romanov, a partir de una copia del original realizado por el ignoto Pascuale Pisapia. Sus escritos son pletóricos de humor, y muestran al gran artista equivocándose como cualquier hijo de vecino, revelando entretelones de la corte, o como era habitual en él, usos y costumbres del momento.
De mozo a Chef
A los diecisiete años, Leonardo era discípulo de Verrochio, escultor, pintor, ingeniero, orfebre y matemático de Florencia.
Verrochio le pidió colaboración a Leonardo en la pintura “El bautismo del Cristo”, pero Leonardo estaba más entusiasmado con su trabajo adicional como mesero en la taberna “Los tres caracoles”, donde la muerte del cocinero había dejado un puesto vacante.
Allí se servían enormes platos de polenta de avena (no se conocía el maíz), mezclada con pedazos de carne irreconocible, pero abundante.
El joven Leonardo erigido en chef y con gran entusiasmo, colocó mesas pequeñas y sirvió pequeñas porciones de manjares sofisticados, con una presentación propia de la actual nouvelle cuisine, y propia de él y su finura.
Los clientes, acostumbrados a platos de toscos guisos abundantes, se enfurecieron, y el joven chef tuvo que salir huyendo para salvar su vida, pero quedó con la sangre en el ojo.
Cinco años más tarde, un incendio acabó con la taberna “Los tres Caracoles”. Leonardo dejó de inmediato todo lo que tenía entre manos, (incluso el encargo de un retablo para la capilla de San Bernardo en el Palazzo Vecchio), y se asoció con su amigo Sandro Botticelli para abrir una fonda que la llamaron “La huella de la tres ranas”.
Con gran entusiasmo y apuro, improvisaron una tienda con grandes telas (varias ya pintadas) sacadas de contrabando del taller de Verrochio.
Fracasaron, pues aún la más alta sociedad se negaba a considerar como almuerzo una rebanada de pan tostado con una anchoa artísticamente enroscada.
Fuente: lagranepoca
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